lunes, 9 de mayo de 2016

Las enseñanzas de mi madre

Hace 21 años le dije por última vez a mi mamá ¡Feliz día de la Madre! muchas lunas han pasado desde aquella última manualidad que torpemente hice para ella. Apenas recuerdo su mirada triste y su semblante cansado. Ambos sabíamos que sería nuestro último Día de la Madre juntos. Ella, la seño Anabella estaba postrada en una cama, estaba frágil, pero llena de esa luz que siempre le acompañó.

También estaba repleta de fervorosa fe, agradeció siempre a  Dios por haberle regalado, decía a ella, una enfermedad que la acercaba más a él.  La recuerdo decir: "gracias Dios por esta enfermedad, tu me la has dado y sabes el por qué.

Mi mamá una mujer estoica, con un profundo deseo de vivir, lucho al final y les puedo garantizar que a ese cáncer le fue muy difícil matarla. De un año, máximo, de vida augurado por los médicos, ella vivió más de cinco.

El amor por sus esposo y sus hijos, la hicieron aferrarse a la vida y desafiar a la muerte con admirable valentía. Esa fue la lección más grande que me dejó mi mamá: luchar con fe y no desmayar, jamás renegar y siempre dar gracias a Dios por sus designios. También me dejó su alegría permanente, pese a la adversidad. "Estos años han sido los más felices de mi vida", solía decir con convicción al referirse a los años que luchó con ese tortuoso cáncer.

Mi mamá,  la de los ojos negros y labios carmín, la de la bata verde y pantuflas blancas, esa que un día nos dijo. "Les prometo que en el nombre de Jesús voy a vencer el cáncer", palabras que me atraviesan el alma y que me lastiman, no por la fuerza y la intención con las que fueron pronunciadas, sino porque fue tan solo un frustrado y valiente anhelo.

Muchas lecciones de mi madre tardaron años en llegar. Una mañana de octubre en un parque de la gran cadena de entretenimiento de Orlando, Florida, mi mamá se aferró a sus muletas y con la pelvis carcomida por el cáncer, decidió caminar durante todo el día. "Hoy les daré una lección de fortaleza a mis hijos", le dijo a mi padre.

Puedo imaginar su dolor, por supuesto que era más cómodo hacer uso del vehículo electrónico que aquel parque disponía para personas con discapacidad, pero mi madre prefirió darnos esa lección que comprendería años después, cuando tras un esguince en mi tobillo tuve que usar muletas para caminar. Me era tan difícil desplazarme que solo pude sentir más admiración por la valentía de mi mamá.

Hace unos meses fui a casa de un vecino, es mecánico y lo conozco de hace algunos años. Toqué la puerta, pregunté por él, me identifiqué y al fondo alguien preguntó: ¿Quién es? es el hijo de la seño Anabella, escuche decir a una joven quizás un poco menor que yo. La maestra de la escuela pública, la de los cantos y bailes improvisados, la que daba un plato de comida al niño desnutrido y al anciano sin hogar, vino a la mente en aquella muchacha, al escuchar mi voz.

Han pasado 21 años, 20 desde que la seño Anabella dictó su última clase en aquella escuela pública del vecindario y la gente la recuerda con admiración, con cariño. "Ella tenía mucha luz", me dijeron esa vez.

Fue como un gancho al hígado, a las entrañas, pero también fue una inyección de orgullo y de satisfacción. Esa maestra, la que nadie puede olvidar, por lo profundo de sus enseñanzas, esa la de los chistes y de los motes inverosímiles, esa es mi madre, a la que amo con entrañable y profundo amor.


Gracias seño Anabella por tanto.


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