La temperatura de estas cuatro paredes
me sienta agradable, no paso frío ni calor. Tomo la computadora,
abro deliberadamente un archivo de fotos para encontrarme con ella.
Dios sabe la falta que me hace y apreciar sus fotos, me brinda cierta
reconfortante calma.
Ahí está ella, junto a un gigantesco
barrilete multicolor o abrazando un inesperado regalo de navidad, ahí
está ella, iluminando mi universo, dándole calor y otra razón de
ser a mi vida, al lado de su madre, en una playa paradisíaca o en
una hermosa ciudad atrapada en los 60´s.
Ahí está ella y su sonrisa, esa
elocuente, espontanea, la de los dientes grandes y labios carmín,
esa misma con la que conquista el mundo. Esa sonrisa que seduce, que
enamora, la sonrisa intrépida , berrinchuda, de niña traviesa, de
pícara, de alegría, la sonrisa de ella, su sello personal, la cara
visible de su belleza física e interna.
Pero lo que amo no es la sonrisa en si,
sino lo que hay detrás de ella: la disposición a servir, la entrega
absoluta, su disposición a complacerme, sus palabras, las escritas,
las habladas e incluso las que ni siquiera pronuncia. La profundidad
de esa mirada, lo circular de esos ojotes tan lindos... No lo es todo
pero inicia una infinita descripción.
A menudo miro fotos de ella y me
complace sentirla mía y sentirme suyo. Estamos lejos, pero la
distancia ya no es incertidumbre, es esperanza, es fe, es amor...
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